En el umbral donde termina el último sueño y nace el primer rayo de luz, comenzó esta historia.
No habla de un héroe, ni de un reino lejano. Habla de un pequeño gato de trapo, nacido de un pañuelo palestino y de la obstinación creativa de Itacah, con la complicidad de una máquina.
No es un producto, ni un reclamo publicitario. Surgió como bálsamo frente a un mundo que a veces duele demasiado.
Este gato no tiene voz ni maullido, no ocupa casa ni rincón, no enferma ni teme la pérdida de un ser querido. Tampoco tiene nombre, porque podría tener miles y aun así no bastarían.
Observa el mundo. Y al mirar lo que ocurre, se estremece. Entonces cierra los ojos y sueña.
En sus sueños habitan líderes que no humillan, ni avergüenzan a la humanidad, pueblos con derechos inquebrantables, especies que conviven sin jerarquías. Sueña con un planeta azul, cuidado como el único hogar que es.
Cuando sueña así, sus orejas se tiñen de colores y en su lomo brotan flores discretas. No ronronea, pero en silencio dibuja una sonrisa. Esa sonrisa tiene un nombre: esperanza.
Su creadora apenas conserva un resquicio de ella. Pero él, muñeco ingenuo, se permite creer que todo es posible.
No es dócil del todo. Rechaza ser mercancía o escaparate; eso le enfadaría muchisimo. Lo que quiere es compartir sueños y hacer amigos, porque alguien le dijo que la amistad es un tesoro que no se compra y que los amigos unidos son capaces de conseguir grandes cosas.
A veces se imagina estampado en una taza, convertido en llavero, como imagen de perfil de WhatsApp o transformado en un cojín blandito, para acompañar a quienes también sueñan.
Quien lo desee, puede hacerlo suyo: no tiene dueño, ni copyright. Porque la barbarie conoce demasiados nombres, y tiene demasiados propietarios pero la esperanza, uno solo.
¡Salud!
Itacah.
Itacah 2025